Cuando las personas se quiebran y sucumben a la psicopatología es porque todos los otros elementos de contención que disponemos no han alcanzado, no han sido suficientes, y pasamos a estar en un verdadero -aunque a veces velado- estado de emergencia vital. En esta urgencia, sin embargo, no hay sirenas o alarmas, no hay altavoces; en la mayoría de casos, suceden en un espacio de sombra y soledad, de vergüenza y autorrepresión. A menudo se combinan desesperados intentos de autocontrol y, derivado de ello, variaciones en nuestros estados de ánimo auspiciados por emociones de miedo, de pérdida o tristeza, de sorpresa e incertidumbre, de rabia.

Si además no podemos compartir lo que nos pasa con otras personas, bien porque nos sentimos confundidos sin saber explicar lo que nos sucede, bien porque creemos que no obtendremos nada al decirlo, o porque intuimos que no tendremos una respuesta apropiada, se produce un aislamiento, un cierre comunicativo, no solo con los demás, sino con nosotros mismos. A esta situación pueden sumarse pensamientos negativos circulares que aumentan nuestro diálogo interno repetitivo, estereotipado y tóxico. 

Leemos titulares como «Depresión en Reino Unido se duplica durante la pandemia» (Reuters, 2020), «La pandemia duplica el consumo de antidepresivos y ansiolíticos en México» (El País, 2021), «Negocios quebrados: ola de suicidios en Francia» (Clarín, 2021). Estos datos no son solo números: son historias que vemos diariamente en nuestras consultas, que circulan en las calles y hogares, historias de sufrimiento, a veces extremos, que en las familias se traducen en experiencias traumáticas de niños y niñas, jóvenes y adultos que quedan afectadas, en muchas ocasiones por largos períodos de tiempo o incluso de por vida.

Gran parte de la tragedia que vemos en esas y otras noticias son evitables. ¿Cómo ayudar a cambiar esta realidad? ¿Qué hacemos frente a esta avalancha que corroe y afecta los cimientos de la personalidad y la conducta de miles de millones de personas? ¿Cómo podemos en este contexto, mantener o mejorar nuestra salud emocional?

Lo primero es entender que la salud emocional depende de las herramientas de gestión emocional adquiridas -inconsciente o conscientemente- en nuestro entorno social y que han sido integradas en nuestra personalidad y en nuestra forma de relacionarnos con lo que nos rodea.

La salud emocional, a diferencia de otras consideraciones en salud, no dependen del nivel de atención médico-sanitario o de las condiciones materiales, políticas o económicas -al menos directamente-. Esto nos lleva a pensar que -con herramientas adecuadas- somos capaces de desarrollar salud emocional para nosotros mismos, para nuestras familias y comunidades, más allá de nuestro contexto social, cultural o económico.


Emoción y grupo, relación indivisible.

Al aceptar la idea de que como humanos somos seres sociales, podemos integrar que «los otros» -la familia, la comunidad- nos otorgan un valor, un significado desde el momento en que nacemos -e incluso antes-, nos «significan», y es a ellos, a esos otros, que dirigimos nuestras acciones. Y  si bien esta acción social de significar, que es masiva y fundacional en un momento en el que como infantes estamos desvalidos y dependemos por completo del mundo adulto, como individuos gradualmente a medida que crecemos, también nosotros somos los que vamos «significando», determinando lo que es aceptable y lo que no lo es, experimentando y estableciendo cambios. Somos construidos a la vez que constructores de lo social. Nuestra identidad, nuestra personalidad y nuestro comportamiento se forjan en esa relación con los otros, en la forma de un vínculo de base emocional entre lo interno y lo externo.

Los psicólogos del área clínica o psicoterapeutas, somos llamados a intervenir cuando algo de esa relación se vuelve traumática, es decir, cuando se daña o distorsiona el vínculo por algún evento o circunstancia. Los daños o traumas en la infancia son particularmente importantes porque pueden condicionar seriamente la arquitectura posterior de la personalidad, del mismo modo en que un cimiento que contiene fallas compromete toda construcción posterior. Pero no solo los traumas infantiles desembocan en conflictos que capturan nuestro malestar, también episodios de la vida joven o adulta, desde peleas repetidas en la pareja o en la familia, duelos, episodios de estrés, angustia, adicciones, depresión y un largo etcétera de síntomas.       

Gran parte de los trastornos en salud mental – y en nuestras sociedades modernas, es altamente probable que suframos uno- se deben no solo a esta razón: la gravedad de los conflictos vitales vienen determinados por el grado de calidad de nuestras interacciones emocionales. Es decir que dependen no solo de la fuerza del impacto -o de su duración- en las experiencias que vivimos, sino de qué capacidades de afrontamiento disponemos para hacerles frente y reducir su poder.

Tenemos entonces que sufrimos malestar emocional básicamente, por dos motivos: por el impacto de eventos traumáticos o por la baja calidad de nuestras interacciones emocionales. Ambos van a participar en el moldeado de nuestra forma de ser (o la personalidad) y la forma en como percibimos y nos dirigimos al mundo (comportamiento). En cualquiera de los dos aspectos las emociones son la clave. Pero tal vez lo más asombroso sea que, de la misma que hay varias inteligencias (Gardner, 1993) que pueden aprenderse en cualquier momento de la vida, las emociones, cuando están desplegadas y canalizadas en un contexto de seguridad y confianza, nos proporcionan, ellas mismas, gran parte de su reequilibrio. Abracemos entonces el trabajo de gestión emocional en nuestra niñez, juventud y adultez.

Pocas cosas empoderan más que el hecho de saber que una solución se encuentra a nuestra alcance. La salud emocional proporciona no solamente propicia el bienestar individual sino que tiene un efecto de salubridad en las familias, y por extensión en las actividades y relaciones comunales y locales, creando lazos y redes sociales de apoyo. Apostemos por espacios virtuales y físicos donde la interacción de calidad, la escucha, la participación, la gestión emocional en fin, sean los protagonistas para una verdadera revolución del bienestar.

Artículo publicado en la columna La Puerta Psicosocial | Diario Primera Edición | Argentina

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