Hablamos en dos anteriores columnas de La Puerta Psicosocial («Psicología más política I y II, diciembre 2020 y enero 2021, respectivamente) del porqué no deberíamos considerar estrictamente «democráticos»  los sistemas representativos vigentes en la mayoría de los países modernos. Señalábamos entonces la conveniencia de un viraje hacia sistemas participativos utilizando la tecnología que tenemos, actualmente, ampliamente disponible, por ejemplo las estructuras descentralizadas en tomas de decisiones que utilizan las herramientas «blockchain», es decir, procesos donde toda una comunidad de usuarios funcionan como veedores y árbitros, garantizando flujos de información independientes a la vez que transparentes y públicos. Estas tecnologías son todo lo opuesto a lo que encontramos en las arquitecturas centralizadas que son utilizadas por muchas instituciones, donde la información se retiene, se desvirtúa o se modifica con fines y objetivos que no son ni transparentes ni públicos, sino opacos y compartidos entre pocos. A pesar de las resistencias esperables hacia estos nuevos sistemas -ya presentes en muchos ámbitos- no se trata de si se dará o no este salto cualitativo, sino de cómo y cuándo sucederá, o mejor dicho, cómo y cuándo está sucediendo. Los nuevos actores estarán obligados a seguir muy de cerca esta revolución en el manejo y circulación de la información que ya ha comenzado. Veremos en los próximos años quienes liderarán estos cambios.

Pero mientras eso llegue, volvamos a nuestra realidad, algo más cruda. 

Nuestra idea de democracia refleja una profunda inconsciencia o desinterés acerca de lo público: por un lado nos han enseñado y hemos aprendido que lo público es algo demasiado grande o demasiado complejo para la mayoría de las personas. Así que por lo general, nos desentendemos de lo político, a excepción de cafés, sobremesas o reuniones donde expresamos nuestro agrado o malestar sobre la situación que los medios ponen de manifiesto en ese momento.

Para una inmensa parte de la población, la vida político-democrática se resume en decidir cada dos o cuatro años, decidir qué personas ocuparán determinados cargos públicos, o más bien, qué partidos políticos, ya que muchas veces los individuos ni siquiera son tenidas en cuenta, ya que en muchos casos se vota según una filiación partidaria. Este esquema representativo es obviamente conveniente para la centralización de las ideas y acciones de los partidos que actúan como plataformas, generadores o usinas de pensamiento (también llamados think tanks) y grupos de presión o lobbies, muchos de ellos, rayanos en la legalidad, con severos conflictos de interese o, directamente envueltos en corrupción.  Estas instituciones  condensan el circuito de posicionamiento de las agendas y sus portavoces, ya que son los legitimadores de éstos. Sin partidos no hay candidatos.

Esto genera aún más distancia entre la población, y en muchos/as,  lo político despierta incomprensión, desinterés o indignación, o una mezcla de todo ello.

Pensemos juntos que sucedería si aplicáramos esta lógica pseudodemocrática a una unidad social más pequeña, como por ejemplo una familia ¿Qué diría lector o lectora si le propusiéramos delegar el control de su familia a un «representante», generalmente desconocido/a, a quien le pagaría de su bolsillo, y en quien pondría todos sus recursos a disposición, la educación de los hijos/as, la economía familiar y hasta determinadas reglas de funcionamiento y morales deben cumplirse? ¿Aceptaría el reto?

Pero agreguemos más. Imagínese ahora que este representante hace cosas de las que usted no está informado, llegados a un punto, percibe señales de que la familia que ha delegado está atravesando graves problemas. Deseando intervenir, durante un plazo de años no tendría sin embargo posibilidad alguna de hacer sugerencia, modificación o cambio, más que esperar que se acabe el plazo de delegación para volver al momento de depositar, nuevamente,  una confianza casi ciega e irracional en otra persona/partido que promete que sí que hará una buena gestión en el futuro. ¿Aceptaría el trato?

Seguramente su respuesta sea un rotundo ¡no! Y sin embargo, este «disparate familiar» es exactamente lo que hacemos socialmente cuando de gestionar lo público se trata.

El ritual se repite inexorablemente en cada época electoral, los candidatos salen a convencer y a captar o cazar votantes. En la mayoría de casos el propósito y contenido de esos actores políticos son irrelevantes, pues estas ya están fijadas desde los partidos e instituciones afines que son quienes centralizan las «ideologías» y propuestas a realizar. Como dijimos antes, en este tipo de estructuras centralizadas la comunicación, los objetivos y estrategia no suelen ser compartidos, a excepción de aquella información utilizada para la consecución de sus intereses. Y en este sentido el estudio del consumidor o marketing, ha profesionalizado la manipulación en marcas, slogans e imágenes que buscan resumir información que impacta emocionalmente (nosotros nos referimos a ello como «marketing emocional»). Esto no sería problema si no actuara casi suplementariamente a las expresiones de contenido, es decir cuáles son las acciones concretas de las propuestas presentadas.

Respecto a las ideologías, es importante reflexionar acerca de cómo éstas dan soporte a la identificación, El fenómeno de identificarnos es un proceso central para poder relacionarnos con el mundo que nos rodea, ya que necesitamos manejar la complejidad que éste nos plantea, asociandonos con personas que no representan un desafío a nuestra seguridad y estabilidad psicosocial. De esta forma logramos estar o sentirnos aceptados, «en tribu», acompañados y motivados. Hay una recompensa emocional inmediata en la identificación, en sentirme parte de un grupo que me da soporte y me representa. El fenómeno del comportamiento social, en particular lo que hacemos cuando somos parte de una masa social, como obedecemos e imitamos ha sido ampliamente debatido y estudiado. Es fundamental indagarlo si queremos entender un poco mejor acerca de las fuerzas que nos mueven a estos acuerdos sociales, a veces racionales y muchas veces irracionales, como evidenciaron investigadores de la talla de Bandura, Milgram, Asch o Zimbardo, entre otros. 

Por otro lado, la identificación hace que los vínculos con personas, objetos e ideas, se integren en nuestra personalidad. Si bien es un proceso natural, hay que prestar especial atención a que este no limite o sesgue nuestro input o entrada de información. De hecho el «sesgo de confirmación» es un fenómeno ampliamente estudiado en psicología, por el cual generamos afinidad con aquello que confirma nuestras ideas y rechazamos los estímulos que la confrontan. La expresión del «lecho de Procusto» para referirnos a este comportamiento es también útil, ya que la que la persona (información) debe adecuarse a la cama (nuestras propias ideas y creencias), incluso si hemos de cortarle los pies para que quepa (sesgar la información).

Solemos decir a nuestros estudiantes que a mayor conciencia, mayor libertad, pero también, necesidad de mayor responsabilidad y empatía. Sea como sea, el cuestionar dónde estamos basando nuestra toma de decisiones y establecer un pensamiento crítico redundará -de un modo u otro- en una mayor conciencia y responsabilidad social, cuestiones ambas bienvenidas para el desarrollo y mejora de nuestras sociedades.

Artículo publicado en la columna La Puerta Psicosocial | Diario Primera Edición | Argentina

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