Es invisible a nuestros ojos, puede tener efectos devastadores, provoca miedo y angustia. Y no, no es el COVID-19.

En Psicología Social sabemos muy bien que la capacidad de aprender está indefectiblemente atada a la necesidad humana de adaptarse a aquello que es nuevo. De ello depende nuestra supervivencia cuando somos recién nacidos, adaptarnos a un nuevo trabajo en nuestra vida adulta, o por ejemplo, adecuarnos a ciertas limitaciones físicas cuando somos mayores. 

Al aceptar que en nuestra vida biológica y psicológica lo único permanente es el cambio, asumimos que ésta requerirá adaptación y aprendizaje constantes.

Si observamos bien nuestra especie, tenemos ejemplos extraordinarios de esta capacidad: establecer la vida y la sociedad en parajes remotos o con climas sumamente adversos, como los habitantes de la ciudad siberiana de Oymyakon con temperaturas promedio de -50 grados centígrados en los crudos meses de invierno, o en los desiertos australianos, donde hay comunidades nómadas que los recorren a pesar de la escasez de agua y alimento; crear tecnología con capacidad de explorar territorios marítimos o en el espacio exterior para los cuales no estamos naturalmente preparados; el desarrollo de la ciencia y la superación de enfermedades mortales; y así podríamos continuar citando evidencias del aprendizaje humano.

En la otra cara de la moneda, tenemos el efecto contrario: la pérdida de la capacidad de aprender, que nosotros llamamos estereotipia o rigidez: ello explica que repitamos errores, que no apliquemos respuestas creativas, que nos estanquemos o paralicemos ante determinadas situaciones, que nos resignemos, que nos rindamos o que asumamos que no podemos ante lo que tenemos delante.

Pero, si somos capaces de realizar aprendizajes así como de impedirlos, provocando rigidez y no-adaptación, ¿dónde reside la diferencia?

La respuesta está en la emoción. La pandemia oculta, la verdadera problemática de salud -entendida como pérdida del bienestar-, se halla en nuestra mayor o menor habilidad para reconocer, analizar y redirigir la carga emocional de nuestra vida diaria.

Antes de seguir, expliquemos al lector qué es exactamente la emoción, pues aunque todos parecemos saber de qué se trata, pocos consiguen entender su alcance y muchos menos, parecen poder explicarla.

La emoción es un tipo de respuesta biopsicosocial compleja de base adaptativa que producimos al ser estimulados por el entorno. En virtud del estrés que se origina entre el estímulo que percibimos y nuestro psiquismo, la respuesta emocional puede ser funcional o disfuncional, es decir en qué medida y de qué forma se resuelve la tensión producida. Toda esta actividad y los resultados de la experiencia son conservados por los procesos de memoria para posteriormente -de acuerdo a la intensidad de la experiencia- ser recuperados en el procesamiento de nueva información y nuevas experiencias .

En el caso de disfuncionalidad, la carga emocional filtra, «tiñe» la realidad, impidiendo o distorsionando el acceso de nueva información. Es así que al detenerse la comunicación efectiva entre lo que existe ahí afuera y lo que internamente puedo percibir, la respuesta emocional «inunda» nuestra percepción, sin dar lugar a la comunicación con lo que sucede, y por lo tanto volviéndonos rígidos psicosocialmente hacia ese estímulo.

Pongamos un ejemplo: una persona es víctima de una situación violenta (pongamos por caso un robo con intimidación). Ante dicha situación, de elevada ansiedad, la persona puede responder emocionalmente de varias formas, huyendo, retaliando la agresión, paralizándose, entre otras posibles. La emoción resultante, dada su alta carga ansiógena, provoca que esa persona reaccione de forma desmedida en futuros episodios donde su psiquismo dispara reacciones fisiológicas (sudoración, alteración del ritmo cardíaco) y psicológicas (ahogo, distrés, paralización): un proceso funcional de la emoción de miedo se ha convertido en uno disfuncional, limitando su capacidad de respuesta y aprendizaje.

En algunos casos, los problemas emocionales no parecieran representarnos grandes conflictos, sobre todo si tenemos una percepción más o menos satisfactoria de nuestra vida diaria. Pero suele suceder que antes ciertas crisis o eventos desestabilizantes, éstos comienzan a saltar hacia la superficie, haciéndose entonces más evidentes. En los entornos terapéuticos demoran muy poco en salir a la luz, pero aún en procesos de coaching o el desarrollo personal, los problemas emocionales se terminan revelando como importantes barreras. Su gestión no solo sirve para solucionar lo que no funciona bien, sino como potenciadores para la mejora de la calidad de vida del individuo, es decir, mejorar más lo que ya funcionaba bien.

Siendo las emociones el aspecto que determina la mayor parte de nuestro comportamiento, ¿por qué entonces, no le prestamos suficiente atención? 

Pues, en cierta medida, es normal que así sea ya que nuestras emociones están «escondidas» en nuestros hábitos, en nuestras creencias, en nuestra ideología y en nuestras decisiones y acciones. Es como en el caso de los pilares y columnas de una vivienda, al estar detrás de los revestimientos y el decorado, las pasamos por alto, y sin embargo, son responsables de que todo el conjunto se tenga en pie.

Del mismo modo, las emociones sostienen nuestra conducta, y están estructuralmente adosadas a todo lo que pensamos y hacemos, aunque raras veces nos hagamos consciente de su fundamental papel.

Frente a la pregunta de porqué aprendemos o porqué dejamos de hacerlo, la emoción es la respuesta, ya que dirige la motivación necesaria para hacerlo o bien despliega el temor que impide avanzar.

Además, otro factor de dificultad para desarmar los bloqueos emocionales, es que perdemos el contacto con las experiencias significativas de la infancia y la juventud, cuando entonces no habíamos desarrollado nuestro psiquismo maduro aún, y nos encontrábamos más vulnerables. Creemos que todo lo que nos sucede está anclado en nuestra experiencia actual exclusivamente. La emoción se desarrolla como si de una bola de nieve se tratase, en un comienzo tenemos la adición de unos pocos factores fundantes, y luego va sumando en su estructura todos los eventos en los que esta emoción participa. Así se va «cargando» con experiencias, y los resultados percibidos de dichas experiencias. En la cotidianeidad, dejamos de ver el interior emocional de nuestro quehacer diario para tan solo pasar a ver la superficie. Es decir, observamos solamente el resultado -éxito o fracaso- de nuestras acciones pero no cómo están diseñadas.

Si queremos cambiar la forma en cómo percibimos el mundo, y queremos modificar nuestras acciones y comportamientos disfuncionales, deberemos analizar nuestro mundo emocional, que es donde verdaderamente se encuentra el nudo de todo conflicto.

En nuestros días, esto es aún más evidente: vivimos una edad de oro en el acceso al conocimiento, donde casi todo está disponible para ser aprendido, pero la clave no es «lo que se aprende», el contenido, sino la capacidad de aprender, la capacidad de acceder y procesar la información.

El reto es doble, educativo y terapéutico. No se trata de Involucrar la esfera emocional al aprendizaje, sino reconocer la emoción como causa y efecto del aprendizaje.

Artículo publicado en la columna La Puerta Psicosocial | Diario Primera Edición | Argentina

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