Navegar por el significado lingüístico antes de abordar cualquier temática es un recurso muy útil para inspirar y arrojar luz al entendimiento. En este sentido, «psicoterapia» es de hecho un neologismo -un término de nueva creación- como la mayoría de palabras que usamos del griego o el latín para referrirnos a cuestiones de las ciencias que podemos considerar modernas.

La palabra psicoterapia, de hecho, está conformada por la unión de tres elementos. El primero, psique, una de las más hermosas palabras de nuestro vocabulario, tiene por significado «alma», pero también «espíritu», «aliento» o «energía vital». Luego, tenemos terapia o «therapeia» que podemos separar en el verbo «therapeuein», que quiere decir atender, cuidar o aliviar. Hay un dato curioso, y es que según especialistas de la lengua, este término podría derivar de otro más antiguo, «therapon» que significaría «escudero», «el que ayuda al guerrero». Por último y como bien sabemos, los sufijos «-ia», presentes en multitud de palabras, significan «cualidad de», «habilidad de». Entonces tenemos que la psicoterapia puede traducirse como «la cualidad de atender el espíritu».

¿Qué significa entonces lo psicoterapéutico, es decir, lo que produce el cuidado del espíritu?

Antes que nada hay que romper la relación de exclusividad de lo psicoterapéutico respecto del ámbito de la psicoterapia profesional. Deberíamos hablar de lo psicoterapéutico en la amistad, en la familia, al realizar actividades lúdicas o laborales, en la autognosis o conocimiento personal, entre otras, que nutren nuestro estado de entendimiento, consciencia y sensación de bienestar.

Y en conjunción con esto, no solo entender la necesidad de lo psicoterapéutico cuando estamos en problemas, atravesando un conflicto o atendiendo un duelo. La psicoterapia puede ejercerse en todo momento para comprender mejor nuestro mundo interno afectivo-emocional, cognitivo y conductual, su conexión con la calidad de nuestras interacciones, así como lo que obtenemos de ello en el mundo externo, a nivel personal, de pareja, familiar, grupal, laboral e incluso espiritual.  

A quienes ejercemos la psicoterapia de forma profesional, suelen preguntarnos (a veces con algo de asombro) cómo es que podemos lidiar con tantos problemas ajenos (cuando ya los propios parecen ser suficientes). Siempre respondo que ayudar al otro es en realidad un privilegio, el excelso obsequio de acceder a historias de vida en las que generalmente, otro sufre y no encuentra respuestas. Y aquí quisiera introducir de nuevo la potencia epistemológica del terapeuta como therapon, el escudero que ayuda al guerrero. El psicoterapeuta no tiene por fin «solucionar» la vida de quien pide ayuda. Desde nuestra postura, la palabra «paciente» (quien es pasivo y quien espera) va en sentido contrario a este cambio de paradigma acerca de un nuevo rol protagónico y activo del, y éste es un término que nos resulta más adecuado, «consultante». Esto plantea un radical en donde situamos el lugar del saber. Quien «sabe» sobre el problema es quien consulta, el terapeuta solo conoce mecanismos para que éste dirija su observación a lugares distintos y transforme parte de su subjetividad para poder salir del atolladero o trampa vital en la que se encuentra, responsable de sumirnos en el malestar y el sufrimiento. El consultante, paradójicamente, trae el problema y la solución a consulta, solo que está en proceso de hacer evidente cómo resolverlo, y aquí la ayuda externa puede ser clave para no quedarse fijado en la repetición. En la ciencia mecanicista-positivista hay un fuerte marcaje acerca de quién sabe es quién conoce intelectualmente las causas y efectos, o sea, el médico o el terapeuta. Esta simplificación atenta con el sentido mismo de la salud y con la posibilidad de recuperación de salud. 

Hay, de hecho, una relación terapéutica en la que, quien ayuda y quien es ayudado, conforman un binomio necesario, donde el saber ya está en el consultante, pero que es necesario representarla en una nueva forma, en una (re)construcción, una reedición de una historia personal que puja por hallar un nuevo significado.

Debemos considerar estos momentos como situaciones de apropiación del saber, del conocer lo que me sucede, de iniciar un proceso de búsqueda interna donde quien ayuda, el terapeuta, presta un servicio de acompañamiento que sin embargo, precisa del rol de liderazgo y decisión del consultante. No hacerlo provoca retrasarnos, dificultar o paralizar el tratamiento para superar los problemas que nos llevaron hasta ese punto. Y además, hemos de considerar que la búsqueda terapéutica, aunque mantenga una esencia, ni será la misma ni requerirá el mismo instrumento a lo largo de la vida, variará a medida que crezcamos y experimentemos diferentes fases y proyectos de nuestro recorrido existencial.

Tenemos que remontarnos hasta 2500 años atrás en la historia occidental para encontrar la génesis de lo que llamamos hoy psicoterapia. Porque, ¿qué era sino el método socrático de preguntarse el sentido de la existencia?

Pensemos que si nos remontamos a cualquier momento de la humanidad, vamos a encontrarnos con que -cada vez que no estábamos luchando por sobrevivir- aprovechamos para preguntarnos acerca de nuestra existencia y trascendentalidad. Si hay algo universal en lo humano, es ésta búsqueda por comprender, tanto lo que nos rodea como a nosotros mismos, intentando buscar una relación entre la naturaleza, nuestro propio ser y algo que está más allá, en la espiritualidad. Así fuimos formando diferentes estructuras de conocimiento, las religiones fueron organizando ese ansia de entender lo espiritual, las ciencias procuraban articular modelos para entender intelectualmente lo natural y lo abstracto, mientras que lo político funcionaba como una matriz para ordenar las relaciones de poder entre los individuos, con especial énfasis en los aspectos económicos o militares. Evidentemente lejos de ser compartimentos estancos, estos se iban entrelazando, muchas veces con resultados costosos para la humanidad.

Estas preguntas existenciales se tornaban más urgentes a quienes transitan por la enfermedad, tal vez por su naturaleza de contacto con el dolor, el aislamiento y la muerte. Lo que atrapó a tantos especialistas de la medicina era su intento de explicar el por qué enfermamos, y especialmente en las enfermedades mentales ¿cuáles eran esas misteriosas razones por las que la mente funcionaba erráticamente o incluso «enloquecía»?

Impulsado por el auge del mecanicismo de la ciencia, que proponía este enfoque era que todo era posible de ser mejorado, como en el diseño de una máquina, solo debíamos encontrar las causas materiales de los efectos producidos en el mundo natural. Los neurólogos y psiquiatras se adentraron de esta forma para entender cuál era la causa física en el cerebro de la disfunción. Todo el esfuerzo hubo de revisar con la aparición del concepto de inconsciente, y por ende la caída de la razón: la racionalidad dejó de ser la dueña y señora de nuestro comportamiento. 

Y si bien estamos encontrando formas de ver mejor la anatomía de ese maravilloso órgano (lo que el cerebro es) y su funcionamiento (lo que el cerebro hace) en determinadas situaciones; la comprensión del comportamiento solo puede ser inferida con éxito en nuestros días a través de lo que hacemos, pensamos y sentimos. Al final, lo terminalmente importante es qué hacemos y cómo podemos cambiar nuestro comportamiento para sentirnos más felices y producir armonía en la interacción con nosotros mismos y los demás.

Aunque apoyamos la continua investigación, hemos comprobado, con diferentes métodos y terapias que es posible cambiar sin necesidad de ser intrusivos con nuestro cerebro, es decir producir cambios comportamentales a partir de técnicas que nos permitir controlar y gestionar en alguna medida nuestros actos conscientes e inconscientes en la mayoría abrumadora de casos.

La psicoterapéutico está embebido, integrado en nuestra vida, en incontables aspectos de nuestras relaciones, en muchas de las actividades que realizamos a diario, desde un café con algún amigo o amiga, acariciar a nuestra mascota, estudiar lo que nos genera curiosidad, ser escuchados o reconocidos, bailar, dedicarnos a un hobbie, por poner sólo algunos ejemplos. La psicoterapia -ese espacio formalizado entre alguien que sabe y otro que aprende- no es sino un tipo especial de psicoterapéutica.

Por ello, la psicoterapia como camino, es una excelente vía para el desarrollo personal, grupal y social.

Al entender que la psicoterapia está diseminada por cada una de nuestras jornadas de nuestra vida, podemos darnos cuenta que es importante no solo reconocer cuáles son los espacios terapéuticos que transitamos, sino observar que ganamos en cada uno de ellos e incluso mejorar nuestra experiencia en ellos. Estos espacios (y tiempos) terapéuticos funcionan como «usinas» de salud afectiva y emocional que alimentarán nuestra satisfacción personal y profesional.

Por ello, insistimos en este espacio de reflexión con ustedes, queridos lectores, en la psicoterapia como camino para el desarrollo personal, grupal y social.

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